Así estoy yo. La morfina mental que tenía se ha disminuido. Esos pequeños episodios donde volvía a la realidad de su ausencia se han vuelto más constantes. Ya no es el impulso de querer llamarla a medio día para ver cómo está, o de sentir como si se hubiera ido de vacaciones. No. Ya ahora es caer en cuenta de que nunca más que llame a mi casa voy a escuchar su voz, y que sus vacaciones son permanentes, so pena de que nunca podré abrazarla para darle la bienvenida. De cierta forma es como retorceder en el proceso de duelo. Es aumentar el llanto. Es el no poder entender el por qué ella, por qué de esa manera y por qué tan pronto. Es retomar el camino y aprender a vivir de maneras distintas.

Este reajuste, readaptación, es por si sola una aventura. Hacer tareas y preocuparse por cosas que nunca te hubieran pasado por la cabeza. Tomar decisiones. Idear planes. Todo sin embargo, sin poder apartar de mi mente a ese ser que ya no está, a pensar en cómo lo hubiera resuelto ella. A precisamente extrañarla más porque ella hibiera tenido la solución mientras yo sigo dándole vueltas.
Es la vida, dirán. Pero es dura. A pesar de eso, no podría decir que daría la vida por mi mamá, porque sin miedo a equivocarme, estoy segura de que mami no hubiera querido vivir su vida sin su única hija a la par.
La readaptación también abre nuevas formas de ver el mundo. Ese darle vueltas a una idea que hace unos años no te hubieras creído capaz de tener.
Afortunadamente no estoy sola. Me he dado cuenta de eso en este proceso. Reafirmé el cariño de la gente. La buena voluntad de muchos. Me hace creer que aún hay esperanza en este mundo. (Por cierto. Gracias de nuevo a todos). Me hace creer que puedo depositar esa confianza en un ser humano. Ahorita, más específicamente, en el que se ha vuelto mi compañero y me ha pedido que me quede con él el resto de nuestras vidas. Mami estaría sorprendida de mi respuesta. Pero sobre todo, estaría contenta.